sábado, 8 de marzo de 2014

Berzosa de los Hidalgos: LA MORA DE LA FUENTE (I). Recuerdos...






DESDE MIS RECUERDOS

(JLR)


De niño y de adolescente fui muchas veces a Berzosa. Incluso hice de monaguillo algunas veces en la fiesta de san Cristóbal, el patrón del pueblo. Y recuerdo muy bien al que fue su sacristán. Tenía amistad con mi padre y, por eso, también la tenía con mi familia. Más de una vez aparecía por mi casa justamente a la hora de comer. Y mi madre siempre le decía:
- Si quieres, te puedes quedar a comer con nosotros…
- Ya que insistes, me quedaré… -respondía él siempre, y casi casi sin dejar que mi madre terminara la frase. Y se quedaba a comer con nosotros. Y siempre nos contaba alguna cosa interesante.

Él era el que hacía las formas, las hostias de consagrar, para nuestra parroquia, para la de Berzosa y, creo, para unas cuantas más de los alrededores. Por eso a veces los chiguitos  y otros mayores, cuando lo veíamos por el camino de Berzosa, le gritábamos con la malsana intención de insultarle: “¡Hostiero!”. Y nos escondíamos para que no nos viese. Sin embargo, era una buena persona y a nadie hacía mal.

Pues en una de estas ocasiones en que se quedó a comer con nosotros, mi madre le dijo que yo quería saber cómo se hacían las hostias. Y él me invitó a ir un día a su casa. Y fui, y vi cómo se hacían las hostias, y comí los recortes…

El dicho sacristán vivía solo, y en su casa tenía algunas cosas que a mí me parecían, cuando menos, curiosas. Y entre esas cosas que a mí me parecieron curiosas tenía un libro en una especie de estantería pequeña en una de las paredes de la cocina.  Era de seguro un libro viejo (no sé si sería antiguo, pero viejo sí que lo era). Se ve que se dio cuenta de que yo lo miraba con curiosidad, alargó la mano, lo cogió y me lo dio. Pero me dijo muy serio:
- Chiguito, ten cuidado, no lo estropees, que ese libro tiene mucho valor.


Lo puse encima de la mesa y lo abrí, quizá con excesivo cuidado puesto que me costaba pasar las hojas. Eran gruesas, de un papel blanco marfileño, granulado…El libro aquel era bastante grande, más o menos como los misales grandes que había en el coro de la iglesia. Y tenía una cosa muy curiosa para mí: cada vez que comenzaba un capítulo, la primera letra estaba coloreada y muy dibujada, hasta tal punto que yo algunas casi ni las reconocía. Con el tiempo he visto algún libro parecido a aquel y he llegado a la conclusión de que sí, seguro que tenía bastante valor, y segurísimo que, además de viejo, era antiguo.

Él seguía preparando la masa y, a la  vez, el fuego de leña. Y los hierros, una especie de tenazas grandes con unas chapas de hierro plano al final: eren los moldes para hacer las hostias. Me los enseñó y yo pasé la mano por ellos: uno era liso, pero el otro tenía dibujos, los que salían en las hostias, pero al revés, y que todo el mundo conocía. Y me preguntó:
- ¿Sabes leer?
- ¡Pues claro! –le respondí en un tono como queriendo decir que la duda me ofendía.
- Anda, busca la página… (no me acuerdo cuál sería) y léela, verás qué guapo es lo que cuenta. Y a la vez aprenderás algo de historia.

Yo la busqué y empecé a leer. Pero enseguida me dijo:
- En voz alta, chiguito, que a mí me gusta oírlo…

Y lo releí en voz alta. Al principio me costaba, pero pronto cogí el ritmo y leía todo seguido. Eran versos. Y resulta que cuando yo dudaba en alguna palabra o la leía mal, él me la corregía: ¡se lo sabía entero de memoria!
Cuando terminé de leer aquel poema, me quedé un poco como en el aire. Él seguía haciendo las hostias y me dio un bloque entero recién hecho. Casi quemaba.
-¡Te ha gustado lo que has leído…? –yo no sé si fue pregunta o afirmación.
-Sí, es muy bonito –le respondí comiendo los trozos de hostia recién hechos-. ¿Y es verdad lo que dice? ¿Y la fuente de la Mora se refiere a esta mora de los versos?
- Mira, chiguito, es una leyenda que pudo muy bien ser verdad, y que a lo mejor lo fue. De todos modos algo debió ocurrir así o de forma parecida porque si no, nadie hubiera escrito versos sobre eso…
- Si me dejase usted el libro para copiarlo…
- No, que cuando se prestan estas cosas, nadie las devuelve y se pierden… ¿Y para qué quieres copiarlo?
- Es para leerlo en mi casa, que a mis padres y a mi hermana también les gustará.
- Entonces lo que sí puedo hacer es dejarte unas hojas de cuaderno y lo copias mientras yo termino… Hasta que venga tu padre, tienes tiempo y te sobra.
- ¡Ah, pues sí…! –respondí yo todo animoso.


Y me puse a copiarlo. Y antes de que mi padre viniese del campo con el ganado, yo había terminado, había aprendido cómo se hacen las hostias, había salido a jugar a la calle (en Berzosa solo había un único quinto mío, con el que a veces jugaba). Y cuando encerró el ganado mi padre, recogí un paquetito de recortes de hostias, las hojas copiadas y volví con él a Micieces.

Pasó el tiempo…, mucho tiempo… La madre guardaba tantas cosas de cuando sus hijos fuimos niños… Pero cuando ella faltó, hicimos limpieza general. Y aparecieron, entre otros muchos recuerdos de nuestra infancia, unas hojas de cuaderno escritas con caligrafía infantil. Y en unas de ellas reconocí de inmediato, cómo no, mi letra y aquellos versos que había copiado siendo niño y que procedían de un libro viejo del sacristán de Berzosa. Las releí con gusto y nostalgia, y comprendí que aquellos versos no eran sino romances juglarescos que, en muy diversas épocas, cantaron los ciegos y no ciegos en las plazas y ferias de los pueblos y ciudades, y cuyo origen se remontaba… ¡vete tú a saber!


Junto a estos recuerdos míos,  que explican el porqué tengo yo estos versos, publico aquel romance, que se sigue titulando “LA MORA DE LA FUENTE”.

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