jueves, 10 de noviembre de 2016

Micieces de Ojeda. EL RELOJ DE MICIECES.






EL RELOJ DE MICIECES


Micieces nunca tuvo reloj en la torre de la iglesia ni en ninguna otra pared o torre. Nunca tuvo reloj público. En tiempos muy antiguos, solo había algunos relojes de bolsillo. Luego aparecieron los primeros relojes de pulsera. Y, para algunas casas, antes que los relojes portátiles y llevaderos, los de pared de diferentes estilos, tipos y marcas. Pero lo que se dice reloj público, Micieces nunca lo tuvo. Ni siquiera uno de sol, a no ser el sol mismo. Muchos miciecenses, gente del campo al fin y al cabo, sabían la hora mirando la altura del astro rey sobre la línea del horizonte.




Cuando se hizo el nuevo edificio del ayuntamiento, se pensó, con muy buen criterio, ponerle un reloj que señalase, marcase y tocase las horas al pueblo entero. Y no de esos de carrillones, de sonidos de varias o múltiples campanas, estábamos ya en la época muy acá del tiempo, sino electrónico; y no de cuerda, sino eléctrico; no de campanas, sino de toque electrónico.

A todo el mundo le pareció bien el sonido del reloj. Los que llevaban reloj, al oír su toque, inconscientemente miraban el suyo para comprobar si iba bien ─¿cuál: el suyo o el del pueblo?─. Al principio, alguno, sobre todo los vecinos al edificio del ayuntamiento, se quejaba de tantos toques del reloj:
─Tanto toque, tanto toque… ¿y para qué? ¿No es suficiente el de las horas, que tiene que tocar también las medias horas y los cuartos? Si es que ni se calla por la noche y no deja ni dormir…
 
Pero todo eso se pasó pronto y la gente se acostumbró al toque de su reloj… Porque, con el tiempo, pasó a ser nuestro reloj, el reloj del pueblo.

Llegó un año cualquiera en que había que cambiar la hora, o ponerlo en hora, o revisarlo por dentro… Y se hizo lo que tenía que hacerse. Pero, ─¡oh, los hados, o el dios del tiempo!─, algo le pasó al reloj por dentro, en sus tripas, es decir, en su maquinaria: ¡se rebeló del todo todo! Seguía tocando los cuartos, las medias y las horas, pero las que él quería; seguía marcando la hora y los minutos, pero los que quería; seguía marcando el tiempo, pero el suyo propio, no el de los miciecenses… ¡El reloj del ayuntamiento se había rebelado y hacía lo que le daba la gana! Aunque siempre había algún miciecense que adivinaba la hora, porque, al fin y al cabo, el reloj es una máquina y se equivoca con una lógica determinada y aplastante, siempre la misma.


Así que cuando algunas autonomías quieren modificar la hora y separarse de la oficial nacional y española,  Micieces está ya de vuelta: su reloj público, el del ayuntamiento, marca la hora propia de este pueblo. ¿O será la propia del reloj que ya se ha independizado? Vete tú a saber… Pero no necesita cambiar de hora ni en otoño ni en primavera: ¡y eso sí es una ventaja! Y, a pesar de todo, sigue siendo agradable oír sus campanadas, marque la hora que marque, que eso tampoco tiene demasiada importancia en el día de hoy…

José Luis Rodríguez Ibáñez.


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