miércoles, 18 de septiembre de 2013

EL CEMENTERIO DE MICIECES DE OJEDA













EL  CEMENTERIO  DE  MICIECES
-Desde  mis recuerdos-

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Micieces, como todo pueblo, aldea, villorrio o ciudad, tiene su cementerio. Está situado tras el muro sur de la iglesia parroquial. Yo tengo recuerdos del cementerio desde cuando era muy niño. Por aquel entonces la cultura de la muerte, al menos en los pueblos, no era como la de ahora. La muerte, por muy dolorosa que fuese, no era sino el final de la vida, el término lógico, y, en no pocos casos, muy doloroso, desgraciado e incomprensible. Su presencia era constante y la veíamos continuamente en los animales domésticos, en el campo… y en los vecinos y familiares. Y no creaba en nosotros el trauma que dicen hoy que se puede dar en los niños que ven al muerto o le acompañan en su entierro, aunque sea un ser muy querido.

Y el cementerio era el lugar donde había que enterrar a las personas muertas. Con nuestros rezos, algunas flores, no pocas lágrimas de los seres queridos, el acompañamiento de todos los vecinos y la bendición del sacerdote. Se le enterraba en la tierra, en el hoyo hecho en la tierra, se le ponía una cruz, muchas veces hecha con los palos de llevar el ataúd, y se le dejaba descansar tranquilo… En contadas tumbas aparecía luego una simple cruz de hierro fundido, comprada, o de otro tipo de manufactura artesanal. De vez en cuando, más de cuando que de vez, se limpiaba la tumba de las hierbas y cardos que solían nacer en abundancia. Y sobre todo para la fiesta de los Fieles Difuntos (2 de noviembre).  Salvo en casos contados, a los muertos se les dejaba descansar tranquilos y volver tranquilos a ser polvo de la tierra de su pueblo en su cementerio.

Cuando, ya de estudiante bastante talludito, leí los versos de Unamuno “En un cementerio de lugar castellano”, comprendí perfectamente lo que quería decir con aquello de “Corral de muertos, entre pobres tapias, / hechas también de barro, / pobre corral donde la hoz no siega, sólo una cruz…”. Es que el cementerio de Micieces antes era así. Un lugar cerrado por “tapias de barro”, “cercas de mampuesto y barro, que las aladas semillas salvan o las llevan los pájaros…”, orientado hacia el sol y protegido del cierzo frío por la mole de la iglesia.

Dicen que hubo tiempos antiguos en que los enterramientos se hacían dentro de las iglesias. Es históricamente cierto, hasta que por higiene y sanidad se prohibió. En el suelo de la parroquial de Micieces, en el trozo de la entrada que no está protegido del frío por el entarimado, se ven losas muy regulares, cuadradas, con un agujero en medio.  Siempre hemos pensado que aquel agujero servía para levantarla, y que dicha losa funcionaba como una tapa de sepulcro. En alguna ocasión, los monaguillos, curiosos que éramos, quisimos levantar alguna para ver qué había dentro, pero no lo conseguimos y quedamos más convencidos de que lo que nos habían dicho de las tumbas de la iglesia sería, seguro, verdad.

No sabemos cuándo despareció el poblado de San Lorenzo, que tenía su propio cementerio al lado norte de su ermita, mas es seguro que en los tiempos de la ermita de San Lorenzo, Micieces tenía ya cementerio al lado de su iglesia (en los libros parroquiales aparecen asentadas las defunciones desde 1567). Recuerdo que en cierta ocasión, ya hace tiempo de eso, al hacer el hoyo para una tumba y cavar bastante hondo, dieron con una piedra grande que les impedía profundizar más. Intentaron sacarla, pero se rompió. Era un sarcófago de piedra caliza antropomorfo, (como los que se ven en el monasterio de San Andrés de Arroyo, pero mucho menos profundo y menos elaborado), posiblemente de los primeros enterramientos del cementerio y que bien podría datarse allá por los siglos XI o XII o antes. También se encontraron muchas piedras, algunas con la forma de las nervaduras de la bóveda de la iglesia. Sin duda fueron desechadas en el momento de la construcción porque se rompieron. Piedras de ese mismo tipo aparecieron cuando se construyó la escalinata hacia la iglesia. Las que no servían se usaron para reforzar los cimientos y como relleno de la ladera del Altolaiglesia.

Los niños éramos muy curiosos y solíamos ir a ver cómo hacían el hoyo para el muerto. Y nos gustaba ver qué salía entre la tierra. Pero no sólo nosotros, sino muchos mayores también se acercaban a verlo. Y creo que nadie nos prohibía coger un hueso y verlo bien, e, incluso, la calavera. Pero eso sí, siempre con un respeto, que al fin y al cabo eran de gentes del pueblo a las que, al menos los mayores, llegaron a conocer, o fueron familiares nuestros o de alguno de los presentes. Así que aprendíamos muchos de los nombres de los huesos humanos tal y como podían hacerlo otros en los laboratorios, aunque fuese simplemente el nombre vulgar y no el científico.

Nos llamaba mucho la atención cuando, después de quitar la tierra, quedaba el esqueleto perfecto  o casi perfecto. Esto solía suceder cuanto tocaba hacer el hoyo en las orillas, muy junto a las tapias: claro, allí la tierra no la pisaba nadie. Y siempre había alguno de los que cavaban el hoyo más cuidadoso y procuraba que quedase el esqueleto completo. Luego, al sacar los huesos, se deshacía todo.

¿Y qué pasaba con los huesos que iban saliendo? Al terminar de hacer el hoyo se echaban en él y, si era necesario, se hacía unos centímetros más hondo, se les metía los primeros para quedar como suelo de la tumba, y encima de ellos descansaría la caja del nuevo muerto. Y los trozos pequeños, o no llamativos, que siempre había, después de meter la caja, se echaban los primeros y quedaban tapados con la tierra. Igualmente lo que podía quedar de la cruz de madera iba a la tumba con la tierra que la tapaba. Pero las de hierro quedaban allí mismo o se retiraban junto a una de las tapias.

En Micieces desde siempre se ha sepultado en el suelo, en un hoyo en la tierra. Y hay que reconocer que la tierra, la primera vez que se cavaba, era muy dura: arcilla roja, como todo el Altolaiglesia. Precisamente por eso nunca en ninguna sepultura, por profunda que fuese, manó el agua. El cementerio estaba distribuido, más que marcado o señalado, en filas orientadas en perpendicular a la iglesia: norte-sur y con la cabeza del difunto hacia el poniente, como mirando el amanecer y la salida del sol. Y siempre se utilizaban por orden. Cuando moría uno, ya se sabía dónde le tocaba la tumba y, además, quién o quiénes habían sido sepultados en ese mismo sitio, y, por lo tanto, de quién o quiénes eran los huesos que iban saliendo al hacer el hoyo. Cuando se terminaban todas las filas, se volvía a empezar en la primera sepultura de la primera fila. Sí que se podría decir con verdad que los difuntos, que habían sido vecinos y con mucha frecuencia familiares, descansaban juntos en el cementerio sin hacer distinciones de ricos o pobres, buenos o malos… En el centro del cementerio había una piedra más o menos cúbica, de arenisca que sobresalía del suelo algo así como medio metro y sobre la que iba incrustada una gran cruz de hierro “señalando su destino…” (Unamuno). Se decía que a sus pies estaba la tumba de un párroco antiguo de Micieces y que, por lo tanto, ese era el lugar de los párrocos que muriesen en el pueblo.

Hubo una época, ya bastante acá en el tiempo, en que por el aumento de la mortalidad del pueblo o porque los vivos querían que sus difuntos estuviesen más tiempo enterrados en su propia tumba, que el pueblo consideró necesario agrandar el cementerio. Y el cuadro que marcaba como medida base la pared sur de la iglesia, se agrandó hacía el oeste llegando a hacer línea con la pared externa de la torre: se consiguieron dos o tres filas más de tumbas, que se consideró suficiente, puesto que ya había comenzado la emigración de las gentes del pueblo.

Algunas veces las tapias de mampuesto a base de barro, piedras rodadas y mortero de cal y arena se desmoronaban por algún sitio y los vecinos, en huebra naturalmente, se encargaban de rehacerlas.

Tuvo en tiempos una puerta de madera, siempre desajustada y amenazando caerse. Cuando se hizo el añadido, se arreglaron las tapias y se colocó una puerta de hierro, doble, más ajustada y del tipo de cancela.

Yo creo que a los niños de aquel entonces el cementerio, más que miedo, nos infundía respeto. Aquello era sagrado, y teníamos muy claro que con lo sagrado no se jugaba. En alguna ocasión hicimos apuestas con el “valentón” de la cuadrilla a ver si era capaz de ir por la noche hasta la puerta del cementerio y clavar un papel en ella para demostrar que había llegado allí. Posiblemente la apuesta sería una gaseosa, o algo así. Y llegó y ganó la apuesta. Y corrió a varazos a algunos que se habían adelantado para meterle miedo. ¡Cosas de adolescentes!

El cementerio de Micieces es parroquial, por lo tanto es católico. Y es para todos “camposanto”. Los que allí son enterrados descansan en tierra santa. No obstante, en el interior del cementerio existía un trozo que no era “camposanto”, no era tierra santa ni bendecida para enterramiento de cristianos. Dicen que se reservaba para los que morían fuera de la Iglesia, no creyentes, no bautizados o excluidos de la comunión eclesial por el motivo que fuese. Aquello desapareció por innecesario. También existió un ataúd de madera, que se guardaba bajo la escalera del campanario, y que estaba destinado para los de fuera del pueblo que morían aquí sin medios económicos: se les llevaba en el ataúd prestado al cementerio y se les enterraba sin ataúd, tapados con alguna sábana o similar. Y el ataúd aquel servía para la próxima ocasión. Yo nunca lo vi usar, pero lo contaban los que alguna vez lo vieron. Dicho ataúd desapareció por innecesario también y porque su madera estaba ya carcomida y se deshacía por sí sola.

Hoy día el cementerio ha perdido ya aquella imagen idílica y simbólica de “corral de muertos”, que decía el poeta filósofo, y que ciertamente tenía un sentido muy cristiano de ver la vida y de comprender la muerte. Pero pasó el tiempo, llegó la emigración masiva, la globalización cultural, las pensiones de jubilación o vejez… y poco a poco se fue perdiendo la cultura de muerte y enterramiento propia del pueblo (común a la mayoría de pueblos, no ciudades, castellanos) y se fue imponiendo otra de culto a los muertos en su lugar de descanso después de la muerte. El caso es que un día cualquiera apareció en el cementerio un panteón de construcción en piedra, granito o mármol para toda una familia. Y todos empezaron a pensar: “¿Por qué mi familia no?”

Y la idea se corrió por todo el pueblo y todas las familias se apresuraron a arreglar los papeles y hacer su panteón para su familia. Y aquel humilde y nostálgico corral de muertos, de buenas a primeras se convirtió en un desordenado expositor o museo de cruces, imágenes y lápidas de mármol, granito o piedra artificial. Cada cual escogió el lugar donde tenía sepultado a su último ser querido. Y como un panteón de construcción y albañilería siempre ocupa más espacio en la tierra que una simple tumba, ocurrió lo que tenía que ocurrir: se deshicieron las filas, hubo protestas porque una tumba había ocupado algo del terreno que pertenecía a otra vecina, se olvidaron los pasillos… Y poco después todo el cementerio fue convertido en panteones familiares, para varios ataúdes, cavados en hoyo hondo, hechos con criterios propios o de los talleres marmolistas, pero sin ninguna norma  urbanística, ni artística, ni de belleza… Incluso aparecieron posteriormente algunos nichos columbarios (para contener solo las cenizas). Digamos que el cementerio de Micieces se convirtió en una colección de panteones con un orden totalmente desordenado y que hace no imposible, pero sí muy difícil llegar a muchas tumbas sin tener que pisar la de otros y llevar el ataúd del nuevo muerto hasta su propio panteón sin hacer una serie de juegos de equilibrio.
En el verano de 2013 se hicieron nuevas obras en el cementerio: se tiraron las antiguas tapias (muy deterioradas ya), se hicieron nuevas, se prolongó el terreno hacia el oeste, saliendo la pared occidental fuera de la línea de la torre, se hizo en ella una nueva puerta y en el nuevo terreno, profundizando en hoyo, se hicieron dos filas de diez panteones familiares cada  una. Por lo menos estas están bien alineadas, con espacio suficiente y con facilidad para poder llegar a cada tumba.

En fin: el tiempo se llevó aquella imagen de cementerio de pueblo castellano, quizá para algunos idílica y nostálgica, y siempre con su significación teológica y cristiana como interpretación de la vida y de la muerte. Y nos ha traído otra, más de ciudad, políticamente más correcta y, seguro, más acorde con la mentalidad de hoy.

Al cerrar estos recuerdos, cierro también las dos puertas del nuevo cementerio de Micieces y pienso que el poeta no tenía razón al decir aquello de “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” Resucitado Cristo, los que murieron resucitarán con Él y gozarán de un cuerpo glorioso como el suyo. Su vida sigue y de ningún modo se quedarán solos. En muchas ocasiones los que nos quedamos más solos somos los que seguimos viviendo. El cuerpo terreno se convertirá en polvo y ceniza sea cual sea la forma en que le demos sepultura. ¿Acaso importa que sea en un nicho, en la hermana madre tierra (en decir de san Francisco) o bajo pulida losa de mármol, granito o piedra artificial, o adelantando el proceso con la incineración? Eso que queda de nuestros seres queridos “serán ceniza, mas tendrán sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado” (Quevedo). Y siempre merecerán nuestro culto, nuestro respeto y nuestra oración.

Descansen en paz los enterrados, y los que en el futuro lo serán, en el cementerio de Micieces.


José Luis Rodríguez Ibáñez.








































Puedes ver también:
- LOS SANTOS DE MICIECES.


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Himno a Micieces de Ojeda